Homilia en la Misa por la Vida

Como presidente del comité de actividades pro-vida de nuestra conferencia nacional de obispos, he podido ver a través de toda la nación, el trabajo incansable de muchas personas dedicadas a la gran causa por la vida con la esperanza de que tenga fin la maldición del aborto legal. Permítanme comenzar con la más profundas gracias a los muchos que hacen tanto para adelantar el propósito pro-vida de nuestra Iglesia: a ustedes reunidos aquí hoy, a aquellos que nos están viendo por televisión, y a los millones de católicos y otros a través de todo el país cuyo trabajo y cuyas oraciones contribuyen en tan gran manera al empuje dinámico para terminar con el aborto legal; a todos los jóvenes dedicados al movimiento pro-vida, cuya presencia impresionante aquí en esta congregación llena de esperanza a nuestro movimiento; a todos los que dirigen nuestras oficinas diocesanas pro-vida, muchos de los cuales se reunieron hoy aquí en Washington y marcharán con sus grupos mañana; a aquellos que pertenecen a nuestras conferencias católicas estatales, ustedes llevan la bandera refulgente de la vida a la plaza pública y nos ayudan a organizarnos para una acción política decisiva; así como a todos los muy dedicados miembros y al competente y dotado personal del comité de actividades pro-vida de nuestra conferencia nacional. La fidelidad y dedicación que han demostrado a través de los años ha sido, y continúa siendo, un testamento vivo de un espíritu imbuído con el Evangelio de la Vida.

Nos reunimos en este lugar sagrado una vez más, para dar testimonio de la nube terrible que ha obscurecido a nuestra nación desde que la Corte Suprema declaró hace 33 años hoy, que la vida de un ser humano, una vida creada a imagen y semejanza de Dios, puede ser terminada antes de su nacimiento. Nos reunimos para orar que esta obscurísima nube se disipe al fin. Nos reunimos otra vez para orar por el triunfo de la vida.

Nos reunimos con el conocimiento terrible que desde el 22 de enero de 1973, a las vidas de no menos de 46 millones de criaturas de Dios se les negado sumariamente su participación en la comunidad humana, y que cada año, se les unen de un millón trescientos mil más. Consideren la terrible magnitudd de esta matanza de inocentes:

¡El número de abortos en los Estados Unidos en los últimos 33 años es más grande que el número de personas que viven actualmente en Nueva York y Los Angeles!

Solamente en los últimos doce meses se han abortado casi tantos niños como el número de habitantes que hay en la ciudad de Philadelphia.

Sólo en los últimos doce meses, los millones de niños por nacer que se han abortado, sobrepasa por medio millón al número de habitantes en la ciudad de Detroit.

En sólo los últimos doce meses, el número de bebés abortados es el doble de la población de la ciudad de San Francisco.

!La horrible magnitud de todo esto es asombrosa! Pues nos reunimos para recordar en oración a sus madres, a sus padres, a sus hermanos y a sus abuelos; oramos por todos los que se enfrentan a la tentación del aborto. Nos reunimos de nuevo para orar por el triunfo de la vida.

Como relata nuestra primera lectura, la historia de Jonás nos enseña como Dios obró en el judaísmo de una era anterior, y como Dios trabaja ahora. Un Jonás reacio es enviado por Dios a anunciar un castigo divino a la ciudad de Nínive. Al principio, Jonás rehúsa el pedido de Dios, ya que Jonás era israelita y Nínive era el gran enemigo de Israel. Sin embargo, finalmente accede y predica el arrepentimiento de la maldad. El se queda mas que sorprendido cuando el rey y el pueblo se arrepienten, y se evita el castigo divino. La historia nos enseña que la llamada al arrepentimiento es universal, no solamente para Israel.

Y el arrepentimiento de Nínive nos recuerda de la misericordia y la compasión total de Dios.

Estamos reunidos aquí en este peregrinage anual para responder a la llamada de Dios al arrepentimiento, no s